Las células del cuerpo humano, saben si es de día o de noche y adaptan sus funciones en consecuencia. Cuando alteramos en forma crónica este reloj de actividad y reposo, abrimos la puerta a las enfermedades.
Las células del cuerpo humano siguen un ritmo circadiano –es decir, de aproximadamente 24 horas– que refleja el ciclo de día y de noche en el que han evolucionado todas las formas de vida a lo largo de la historia de la Tierra
El estilo de vida actual hace que nos expongamos a luz de tipo azul, como la del Sol, pero también la que emiten móviles y ordenadores, en horas a las que deberíamos estar a oscuras. Y eso desconcierta al reloj central. Cuando se produce ese desfase de manera crónica, puede comportar un envejecimiento prematuro de los tejidos y predisponer a desarrollar enfermedades metabólicas como obesidad y diabetes tipo 2, e incluso cáncer.
Las células de la piel saben qué hora es y adaptan sus funciones en consecuencia: así, durante las horas de mayor irradiación solar se protegen y establecen una barrera protectora contra bacterias y virus; mientras que por la tarde noche, aprovechan para repararse y dividirse. De hacerlo al revés, tendrían más riesgo de acumular mutaciones y acabar generando un tumor.
Que funcionen de esta manera se debe a un mecanismo interno llamado ritmo circadiano , que viene mediado por los patrones de luz y oscuridad que genera el hecho de que la Tierra gire sobre sí misma cada 24 horas. Se trata de un mecanismo evolutivo que compartimos todos los organismos del planeta y que rige la mayoría de nuestra fisiología y comportamiento. De hecho, todas las células y tejidos disponen de un reloj biológico interno propio que se sincroniza con el reloj central del cuerpo, ubicado en el hipotálamo, en la base del cerebro. Cuando esos relojes, el central y el periférico, se desacompasan, comienzan los problemas de salud: desde una menor esperanza de vida, hasta un aumento del riesgo de cáncer.
Hasta el momento, la idea imperante era que este reloj central recibía la información que le mandaban las células de la retina sobre las condiciones de luz y luego enviaba esa información al resto de relojes periféricos para que así se sincronizaran. Sin embargo, un equipo de investigadores del Institut de Recerca Biomèdica (IRB) de Barcelona y de la Universidad de California Irvine (EE.UU.) han descubierto que, al contrario de lo que se pensaba, los relojes periféricos pueden seguir funcionando, aunque no reciban información del cerebro.
En dos estudios que publican en la revista Cell, han visto cómo, efectivamente, cada tejido del organismo recibe información desde ese reloj central y la usa para coordinarse, pero también cómo esos relojes periféricos tienen la capacidad de responder a la luz de forma autónoma; es decir, que son capaces de detectar los cambios entre el día y la noche de forma independiente del cerebro.
"Fue una gran sorpresa descubrir cuando analizamos los tejidos de forma individual que sí que tenían la capacidad de responder de forma independiente a la luz y a otros tejidos”, afirma Salvador Aznar-Benitah, investigador Icrea al frente del Laboratorio de Células madre y cáncer del IRB Barcelona y autor sénior de los trabajos.
Para llegar a este descubrimiento, los investigadores desarrollaron un modelo de ratón -que les llevó más de 5 años tener listo- en el que los distintos tejidos no se comunican entre sí. Se centraron en ver qué ocurría en las células de la piel y en el hígado. Compararon el funcionamiento de estos ratones transgénicos con el de ratones sanos, y vieron que los tejidos eran autónomos para responder a los cambios de luz que se producen durante el día.
"Eso permite a los tejidos mantener alrededor del 25% de sus funciones, aunque otros tejidos del cuerpo estén fallando”, apunta Aznar-Benitah.
La memoria del tiempo
Según han descubierto los investigadores, el cuerpo cuenta con dos tipos de respuesta a los estímulos medioambientales de luz. Por una parte, una respuesta inmediata, que permite responder rápidamente a los cambios no solo de luz, sino también de temperatura o comida. Y una segunda vía de respuesta, que han llamado ‘memoria del tiempo, que cuando no hay estímulos ambientales, permite recordar al reloj circadiano qué debería estar haciendo el organismo en ese momento.
"Ambas modulan el funcionamiento del cuerpo, pero con cierta independencia. Eso hace que, aunque nos encierren ahora mismo en una habitación sin luz, el cerebro no piense que es de noche y nos ponga a dormir. El hipotálamo proporciona al organismo una especie de memoria del tiempo, "ep, normalmente a estas horas estas comiendo o estás durmiendo”; sin esta memoria, sería un caos”, considera Aznar-Benitah, quien explica que las maquinarias de ambos relojes, periféricos y central, son muy parecidas, aunque la del central "es más resistente a los cambios”, de ahí, por ejemplo, que suframos jet-lag durante unos días cuando viajamos a países en otra franja horaria.
Al contrario de lo esperado, cuando la comunicación entre cerebro y tejido se pierde, el tejido es capaz de mantener su funcionalidad básica; en el caso de la piel, mantiene la barrera epitelial, lo que evita que nos deshidratemos o que bacterias nos infecten. Y en el caso del hígado continúa con la secreción del glucógeno, esencial para la vida.
"Es como una solución de la naturaleza para garantizar nuestra supervivencia, explica Aznar-Benitah. "Cuando la comunicación sistémica entre los órganos empieza a fallar, se produce inflamación, infecciones, se desarrolla hígado graso.. Hay un efecto dominó en el organismo. Y precisamente el hecho de que un 25% de la funcionalidad básica de los tejidos resista hace que el organismo no se desestabilice por completo”.
Los resultados, obtenidos en colaboración con el equipo de Paolo Sassone-Corsi, de la Universidad de California Irvine, tienen implicaciones importantes para la salud.
Edición: Hepatitis2000
Fuente: La Vanguardia