La historia de la hepatitis B

La historia de la hepatitis B, U.S. National Academy of Sciences, nota completa

La hepatitis es una enfermedad debilitadora y en algunos casos mortal que ha asolado a la humanidad desde el principio de la historia. Pero el curso de esta enfermedad cambió irrevocablemente gracias a la convergencia de un investigador médico que sentía curiosidad por saber por qué algunas personas son especialmente propensas a diversas enfermedades y de otro investigador médico que se preguntó por qué muchas personas enfermaban tras recibir transfusiones de sangre y la sangre de un aborigen australiano. Esa convergencia condujo a un descubrimiento que en menos de una década promovió una campaña de análisis de sangre que redujo enormemente la incidencia de la hepatitis propagada por transfusiones de sangre: la hepatitis B. El descubrimiento también llevó a una vacuna para la hepatitis de gran eficacia, que no sólo supuso una nueva forma de proteger a las personas frente a las enfermedades infecciosas sino que también es la primera vacuna eficaz contra el cáncer de hígado. Pero los científicos cuyo trabajo revolucionó el estudio de la hepatitis ni siquiera habían pensado en esa enfermedad cuando emprendieron sus investigaciones. Como suele ocurrir en la ciencia y en la medicina, el histórico descubrimiento no surgió de la "investigación con objetivos", sino de estudios dirigidos a responder a preguntas más básicas sobre la naturaleza. El siguiente artículo, una adaptación parcial de un relato del investigador Baruch Blumberg, quien compartió en 1976 el premio Nobel de fisiología o medicina, realiza un seguimiento de las investigaciones que condujeron al descubrimiento de muchos de los virus que causan la hepatitis, al análisis de sangre en su búsqueda y a revolucionarias vacunas contra algunos de ellos. Constituye un maravilloso ejemplo del funcionamiento de la ciencia y de cómo las investigaciones básicas conducen a resultados prácticos prácticamente inimaginables cuando se llevaron a cabo las investigaciones.

En 1988, un póster publicado por el Departamento de Sanidad Pública y Servicios Sociales de Guam insta a las madres a vacunar a sus hijos contra la hepatitis B. Más de 85 países, entre los que se incluye Estados Unidos, han adoptado la vacunación universal de los niños contra la enfermedad.

La hepatitis viral es una de las enfermedades infecciosas más comunes, y se calcula provoca 1,5 millones de muertes en todo el mundo cada año. La ictericia característica que normalmente provoca la hepatitis B en la piel de sus víctimas ha permitido que la enfermedad se haya detectado con facilidad a lo largo de la historia. Otras señales indicativas de la enfermedad aguda son fiebre, escalofríos, fatiga, náuseas, pérdida de apetito y dolor abdominal. Los síntomas remiten normalmente al cabo de algunas semanas, aunque algunas personas padecen una forma severa de hepatitis B que resulta mortal con gran rapidez.

No obstante, la enfermedad aguda no es la única forma en que la hepatitis B afecta a los humanos. Algunas personas con hepatitis crónica no experimentan síntomas agudos, sino que pueden perder peso, sentirse cansados, tener dolores abdominales e ictericia y sufrir daños en el hígado. En estos casos la enfermedad continúa dañando el hígado durante un período de 15 años o más, hasta que se produce la muerte prematura por fallo hepático o cáncer de hígado. Además, gran cantidad de personas en todo el mundo son "portadoras", lo que significa que sus sistemas inmunológicos toleran el virus y no lo consideran un agente extraño. Por tanto, los portadores no tienen ningún síntoma durante décadas, pero pueden infectar inconscientemente a otras personas. Las madres portadoras transmiten con frecuencia el virus a sus hijos recién nacidos, que se convierten en portadores porque el virus se considera una parte natural de sus cuerpos.

Aunque la hepatitis se conocía desde hace siglos, antes de la Segunda Guerra Mundial los médicos no sabían que estaba causada por un virus. Se suponía que era contagiosa porque las epidemias de hepatitis ocurrían con frecuencia en condiciones de aglomeración e insalubridad, pero cómo se transmitía de una persona a otra era un misterio.

El progreso para resolver el misterio lo realizó en 1940 un médico británico llamado F. O. MacCallum, que estaba especializado en enfermedades hepáticas. A él no le preocupaba tanto la hepatitis como la mortal fiebre amarilla que transmitían los mosquitos, que estaba matando a soldados en África y América del Sur. MacCallum estaba a cargo de la producción de una vacuna contra la fiebre amarilla, y se quedó perplejo al observar que una considerable proporción de soldados a los que se administró la vacuna contra la fiebre amarilla desarrollaron hepatitis pocos meses después. La vacuna contra la fiebre amarilla contenía suero humano, y MacCallum tenía conocimiento de que se había informado de otros casos de hepatitis en la bibliografía médica tras la inoculación de vacunas que contenían suero humano. También tenía conocimiento de algunos casos tras el uso de jeringas y agujas sin esterilizar en el tratamiento de la diabetes o de enfermedades venéreas, instrumentos que podían contener partículas de sangre. MacCallum comenzó a sospechar que la hepatitis podría ser causada por un virus que se transportaba en la sangre humana.

Una serie de observaciones de voluntarios realizadas por MacCallum y otros durante la guerra y poco después, fortalecieron dicha hipótesis y evidenciaron que la hepatitis también se podía transmitir por otros medios distintos a la sangre. MacCallum acuñó el término hepatitis A para la forma de la enfermedad que se transmite principalmente a través de comida y bebida contaminadas con cantidades mínimas de materia fecal y el término hepatitis B para la forma que se transmite principalmente por exposición a sangre contaminada.

Durante la siguiente década y media, investigadores de muchos laboratorios trataron en vano de aislar los agentes infecciosos que causaban los dos tipos de hepatitis. Los científicos sospechaban que los organismos culpables eran virus porque eran lo suficientemente pequeños para pasar a través de algunos de los filtros más finos utilizados en experimentos, pero los científicos no podían cultivarlos para identificarlos y estudiarlos. A mediados de la década de 1960, la investigación de la hepatitis había alcanzado un punto muerto desalentador. Entonces, alguien que por aquel entonces no estaba trabajando sobre la enfermedad consiguió un significativo avance en el conocimiento de las causas de la hepatitis. Baruch Blumberg, un investigador médico especializado en medicina interna y bioquímica, estaba interesado en una cuestión más básica: ¿por qué algunas personas eran más propensas a determinadas enfermedades?

A finales de la década de 1950, como parte de su investigación básica sobre las variaciones hereditarias de las proteínas de la sangre, Baruch Blumberg comienza a obtener muestras de sangre de poblaciones de todo el mundo. varios años después, sus esfuerzos culminan en el descubrimiento del antígeno de superficie de la hepatitis B (HBsAg), inicialmente identificado en la sangre de un aborigen australiano.

En su época de estudiante a principios de los años 1950, Blumberg había realizado investigaciones en Surinam sobre la elefantiasis, una enfermedad parasitaria común en el trópico. Sus investigaciones indicaban que algunas poblaciones étnicas de la ciudad en la que había trabajado eran más susceptibles a la elefantiasis que otras, aunque aparentemente todas estaban expuestas a las mismas condiciones. Pocos años después comenzó a sospechar que las diferencias en la susceptibilidad eran producto de variaciones en la estructura genética de distintas poblaciones étnicas, pero aún no se habían inventado las herramientas de la biología molecular moderna que actualmente permiten a los científicos vincular la susceptibilidad a enfermedades a variaciones genéticas. En aquella época, los investigadores que intentaban detectar diferencias genéticas que pudieran vincularse a la susceptibilidad a enfermedades buscaban diferencias hereditarias en determinadas proteínas de la sangre. Se creía que en algunos casos estas diferencias, llamadas polimorfismos, se mantenían a través de generaciones, porque otorgaban a aquellos que las tenían una ventaja para la supervivencia, tal como la resistencia a una enfermedad.

Los investigadores ya habían descubierto diversos polimorfismos en las proteínas de la sangre (por ejemplo, las distintas proteínas de la sangre que determinan el grupo A, 0 ó B), pero este campo era un terreno inmenso y relativamente inexplorado que prometía desvelar los secretos de la susceptibilidad a las enfermedades. A finales de los años 1950, Blumberg emprendió una investigación con el objetivo de descubrir nuevos polimorfismos en las proteínas de la sangre. Con ese fin, comenzó a obtener muestras de sangre de poblaciones de todo el mundo.

A principios de los años 1960s, Blumberg se encontraba en los institutos NIH (National Institutes of Health, Institutos Nacionales de Salud), donde colaboraba con el bioquímico Anthony Allison en un proyecto para detectar nuevas proteínas sanguíneas con rapidez y facilidad. Los científicos pensaron que los pacientes que recibieron varias transfusiones de sangre habían encontrado probablemente proteínas sanguíneas lo suficientemente distintas a las suyas propias como para que sus propios cuerpos generaran una reacción inmune, o anticuerpos, contra las proteínas extrañas, o antígenos. Utilizaron una técnica denominada difusión en gel de agar, que se basa en la capacidad del sistema inmunológico para detectar pequeñas diferencias en las proteínas y producir una interacción antígeno-anticuerpo en respuesta a una nueva proteína sanguínea.

La difusión en gel de agar supone la migración de proteínas y complejos antígeno anticuerpo a través de geles. Esta técnica detecta la capacidad del sistema inmunológico para descubrir diferencias en las proteínas y nuevas interacciones antígeno-anticuerpo. En primer lugar, los investigadores recubrieron un portaobjetos de cristal con un gel, en el centro del cual colocaron una muestra de suero de un paciente que había recibido numerosas transfusiones. La muestra estaba rodeada de gel que contenía suero de personas normales que no habían recibido transfusiones. Todas las muestras de suero se difuminaron lentamente a través del gel. Si algún componente del suero de las personas normales reaccionaba de la sangre del paciente, aparecería una línea indicadora blanca que denotaría la presencia de una combinación de antígeno y anticuerpo en una concentración lo suficientemente grande para ser detectada. Esta reacción tenía dos implicaciones posibles: una, que la sangre del paciente sometido a transfusiones contenía anticuerpos que habían estado expuestos anteriormente a antígenos del suero de las otras personas; y dos, que el material encontrado en el suero de una persona podía ser lo suficientemente extraño como para ser un antígeno para otra persona.

Mientras tanto, el especialista en sangre Harvey Alter, del banco de sangre del NIH, también estaba interesado en las reacciones a la sangre de otros. Alter quería averiguar por qué algunos pacientes tenían fiebre, escalofríos o sarpullidos tras recibir transfusiones de sangre. Pensó que podrían sufrir reacciones inmunológicas a proteínas extrañas (antígenos) presentes en la sangre de los donantes. Cuando Alter se enteró de que Blumberg estaba estudiando las reacciones inmunológicas en la sangre de los pacientes que habían recibido muchas transfusiones, fue a visitarle y decidieron colaborar.

Blumberg y Alter utilizaron la difusión en gel de agar para analizar las reacciones del suero de los pacientes que habían recibido varias transfusiones (por ejemplo, pacientes hemofílicos y con leucemia) con los distintos sueros que había reunido Blumberg procedentes de personas con diversos orígenes y de distintos países. En 1963, tras meses de experimentos, los investigadores descubrieron que el suero de un paciente hemofílico de Nueva York reaccionaba con el suero de una persona que vivía en el extremo opuesto del mundo: un aborigen australiano. El descubrimiento no era inusual en sí mismo; hasta ese punto, la sangre de los pacientes a los que se habían realizado transfusiones en estos experimentos había reaccionado con frecuencia a otros sueros, lo que indicaba que los pacientes habían estado expuestos a muchos antígenos comunes mediante transfusiones. Como resultado, no se habían podido obtener conclusiones definitivas sobre qué antígeno o antígenos provocaban la reacción; hasta ahora. Pero, en el experimento concreto con el suero del aborigen australiano, sólo reaccionó con él el suero de uno de los 24 pacientes hemofílicos. La importancia que esto tenía era emocionante, ya que implicaba que era un único y extraño antígeno el que provocaba la reacción. Entonces, ¿cuál era el antígeno? Como sólo ocurría en raras ocasiones, era improbable que se tratara de un antígeno provocado por variación genética en la sangre humana. Era más probable que se tratara de una fuente infecciosa.

Intrigados por esta cuestión, Blumberg y Alter, aunque todavía no estaban trabajando directamente sobre la hepatitis B, realizaron análisis del suero del hemofílico en cuestión con miles de muestras de otros sueros. Descubrieron que sólo una de cada 1.000 muestras de donantes de sangre americanos sanos y no hemofílicos reaccionaba con el suero del hemofílico, mientras que uno de cada 10 pacientes con leucemia reaccionaba. Cualquiera que fuera el antígeno de la sangre del aborigen australiano que había provocado la reacción en las pruebas de Blumberg y Alter, se encontraba también presente con frecuencia en la sangre de pacientes con leucemia. Por otra parte, el antígeno rara vez se encontraba en la sangre de pacientes normales, pero se encontraba con frecuencia en pacientes hemofílicos y con leucemia. Los investigadores denominaron a la misteriosa proteína el antígeno australiano (Aa), en referencia a la patria del aborigen cuya sangre condujo a su descubrimiento. Plantearon la hipótesis de que un antígeno desconocido de la sangre del aborigen australiano reaccionaba a los anticuerpos de la sangre de ciertos pacientes hemofílicos y con leucemia.

Blumberg creyó que podría haber detectado un polimorfismo hereditario de una proteína de la sangre que afectaba a la susceptibilidad de las personas a la leucemia, pero sabía que había otras explicaciones posibles (entre las que se incluía un agente infeccioso como un virus) para el vínculo entre el Aa y la leucemia. Para clarificar ese vínculo, comenzó a buscar el Aa en la sangre de niños con síndrome de Down, que tenían un riesgo especialmente alto de desarrollar leucemia. Casi una tercera parte de estos niños tenía el Aa. Blumberg analizó a continuación a pacientes con síndrome de Down de diversas edades que residían en distintos lugares. Los pacientes recién nacidos dieron negativo para el Aa, pero cuanto mayor era la institución en la que residía el paciente, mayor era la probabilidad de que el resultado de la prueba fuera positivo. Esto indicaba que el Aa podría estar vinculado a alguna infección de algún tipo.

Normalmente, los niños que daban negativo para el Aa seguían siendo negativos cuando se volvía a realizar la prueba, y los que daban positivo seguían siendo positivos, lo que era de esperar en un polimorfismo de proteína sanguínea. Pero en 1966, Blumberg, W. Thomas London y Alton Sutnick descubrieron que un niño de 12 años de edad con síndrome de Down que no tenía ningún rastro de Aa en su suero cuando se le realizó la primera prueba, mostraba la presencia del antígeno en su sangre unos meses después. Era significativo que este niño no sólo presentaba el Aa mediante la prueba de difusión en gel de agar, sino que también tenía hepatitis. La coincidencia sugería que, en lugar de asociarse a un polimorfismo de la proteína sanguínea hereditario, el Aa estaba vinculado a la hepatitis. Los investigadores comenzaron a estudiar esta hipótesis inmediatamente. En pruebas realizadas con pacientes con y sin hepatitis, observaron que aquello con hepatitis daban positivo para el Aa con más frecuencia que aquellos que no tenían la enfermedad. La hipótesis se reafirmó con gran fuerza cuando la técnico de laboratorio de Blumberg comenzó a sentirse enferma. Como era consciente del vínculo entre el Aa y la hepatitis, realizó pruebas para detectar la presencia del Aa en su propio suero, con resultado positivo. Posteriormente desarrolló hepatitis y se convirtió en la primera persona cuya hepatitis viral se diagnosticó mediante la prueba del Aa.

Cuando el virólogo Alfred Prince, del Centro de Sangre de Nueva York, tuvo conocimiento de las conclusiones de Blumberg, inició un experimento a mediados de la década de 1960 que finalmente confirmaría el vínculo entre el Aa y la hepatitis. Prince sabía que al menos uno de cada 10 pacientes que recibían varias transfusiones de sangre desarrollaría hepatitis, y quiso determinar si el Aa aparecía en la sangre durante el período de incubación de la enfermedad, antes de que apareciera ningún síntoma de la misma, como ocurriría si el Aa fuese parte del virus que causaba la hepatitis. Prince comenzó a obtener muestras de sangre de pacientes de determinados pacientes del Centro de Sangre de Nueva York a intervalos regulares y a guardarlas en un congelador. Finalmente, en 1968, se enteró de que un paciente de cuya sangre había tomado una muestra había desarrollado síntomas claros de hepatitis. Cuando analizó las muestras de sangre del paciente no encontró ningún rastro del Aa en las primeras muestras, pero sí una muestra clara en la muestra de sangre obtenida unas semanas antes de la aparición de la enfermedad. Una prueba tan aparentemente directa indicaba con bastante claridad que el Aa estaba de hecho involucrado en el desarrollo de la hepatitis B.

Por aquel tiempo, Kazuo Okochi, de la Universidad de Tokio, demostró que la sangre que daba positivo en el análisis del Aa tenía muchas más probabilidades de transmitir la hepatitis a pacientes a los que se realizaban transfusiones que la sangre cuyas pruebas eran negativas. En el mismo año 1968, Albert Vierrucci, de la Universidad de Siena, Italia, confirmó de forma independiente los informes de Prince y Okochi. Otros descubrimientos, realizados en 1970 por S. Dane y sus colegas del hospital Middlesex de Londres con un microscopio electrónico, y K. E. Anderson y sus colegas en Nueva York, que descubrieron lo que parecían partículas víricas en el suero de personas que habían dado positivo para el Aa, contribuyeron a fortalecer aún más el vínculo entre el Aa y la hepatitis. También encontraron partículas en las células hepáticas de pacientes con hepatitis.

A finales de 1970, las pruebas acumuladas llevaron a todos los que trabajaban en ese campo a la misma conclusión: El Aa formaba parte del virus que causa la hepatitis B. (En este punto, la nomenclatura del Aa se cambió por HAA, siglas en inglés de antígeno asociado a la hepatitis; actualmente se denomina oficialmente HBsAg, siglas en inglés de antígeno de superficie de la hepatitis B.) Todos los pacientes hemofílicos y con leucemia cuya sangre mostraba una elevada incidencia de HBsAg habían necesitados transfusiones frecuentes y, por tanto, era más probable que hubieran recibido sangre contaminada con el virus de la hepatitis B.

El descubrimiento del antígeno HBsAg, de la hepatitis B, tenía enormes implicaciones clínicas. En los años 1960 en Estados Unidos, un gran porcentaje de la sangre que se donaba se obtenía de donantes remunerados, que tenían más probabilidad de tener hepatitis B que la población general. Como consecuencia, la incidencia de hepatitis post-transfusión era elevada; en algunos estudios, la enfermedad se desarrolló en la mitad de los pacientes que recibieron gran cantidad de transfusiones debido a tratamientos quirúrgicos importantes. La comunidad médica reconoció que si se pudiera analizar mediante una prueba adecuada la sangre contaminada con HBsAg, se podría reducir drásticamente la incidencia de la hepatitis post-transfusión.

Pero la técnica de difusión en gel que habían utilizado Blumberg y Alter para detectar el HBsAg no era lo suficientemente sensible para realizar análisis de sangre precisos. Por fortuna, la curiosidad de dos investigadores del Centro Médico de la Administración de Veteranos del Bronx por saber lo que ocurría con la insulina en la sangre de los diabéticos había llevado a principios de los años 1950 al desarrollo de una técnica revolucionaria para detectar y medir cantidades muy pequeñas de proteínas de suero y anticuerpos. Rosalyn Yalow y Solomon Berson se habían quedado perplejos al observar cómo los diabéticos producían insulina, una hormona producida por el páncreas, pese a que la diabetes se caracteriza por síntomas que indican una carencia de insulina. Para determinar lo que ocurre con la insulina en los diabéticos una vez que entra en el torrente sanguíneo, prepararon una forma radioactiva de hormona que se podía detectar con facilidad. Sin embargo, mientras estudiaban la sangre de diabéticos que habían recibido inyecciones de insulina radioactiva, los investigadores descubrieron que la insulina se unía a anticuerpos generados por el sistema inmunológico del paciente. Ese descubrimiento condujo a Yalow y Berson a inventar una técnica denominada radioinmunoensayo, que permite rastrear cantidades ínfimas de una sustancia cuando se vincula a un anticuerpo u otra proteína. El radioinmunoensayo no sólo era mucho más simple que las técnicas de difusión en gel, sino que además su sensibilidad era mil veces superior. Yalow compartió el premio Nobel de fisiología o medicina en 1977 por su desarrollo del radioinmunoensayo.

Varias empresas comerciales e investigadores académicos adaptaron el radioinmunoensayo para producir equipos para detectar con precisión el HBsAg en la sangre. En 1972, se promulgaron leyes en Estados Unidos por las que se obligaba a realizar análisis del virus de la hepatitis B (VHB) en la sangre procedente de donaciones. Como resultado, todos los bancos de sangre realizaron análisis de todas las muestras de sangre, y la hepatitis post-transfusión debida a la hepatitis B se convirtió en algo fuera de lo común. Los análisis de VHB en sangre procedente de donaciones han supuesto un ahorro en tratamientos médicos estimado en unos 500 millones de dólares al año tan sólo en Estados Unidos.

Las ventajas del descubrimiento del HBsAg/hepatitis B pronto se extendió más allá de la protección frente a la hepatitis B de las personas que recibían transfusiones de sangre hasta la protección de todas las personas frente a la enfermedad. A finales de los años 1960, Blumberg, que trabajaba en el centro Fox Chase Cancer Center (FCCC), junto con la inmunóloga y viróloga Barbara Werner, el microscopista electrónico Manfred Bayer y el biólogo molecular Lawrence Loeb, describieron mejor las pequeñas partículas aisladas de la sangre que había dado positivo para el HBsAg y las visualizaron con el microscopio electrónico. Algunas partículas eran virus completos; otras no contenían ningún ácido nucleico, el gen o los genes responsables de la infección y la enfermedad.

Varios experimentos demostraron que las partículas podían inducir a la protección inmunitaria. En 1971, el experto en enfermedades infecciosas Saul Krugman, de la Universidad de Nueva York, publicó un artículo sobre el descubrimiento accidental de que inyecciones de sangre contaminada con el virus de la hepatitis B que habían sido sometidas a temperaturas elevadas para matar los virus ofrecían cierta protección frente a la hepatitis B. Aunque las partículas sin ácido nucleico que había aislado Blumberg no podían causar la enfermedad, varios hallazgos sugerían que se podrían utilizar para estimular la inmunidad frente a los virus infecciosos. Okochi y sus colegas descubrieron que los pacientes que habían recibido transfusiones y cuya sangre contenía anticuerpos para el HBsAg tenían menos probabilidades de desarrollar hepatitis post-transfusión que los pacientes que no tenían el anticuerpo.

Blumberg e Irving Millman, que trabajaban en el FCCC, intrigados por la idea de que el HBsAg provoca una respuesta inmunológica que protege a las personas frente a la hepatitis B, propusieron la creación de una vacuna hecha con partículas de HBsAg obtenidas de la sangre de portadores de la hepatitis B. Este era un planteamiento inusual para el desarrollo de una vacuna. Antes de 1969, todas las vacunas se hacían de tres maneras. En un método se preparaban a partir de bacterias o virus completos muertos para evitar la infección. En otro método se preparaban a partir de cepas debilitadas de organismos patógenos que no provocaban síntomas o provocaban síntomas moderados al inyectarse como vacuna, pero que protegían a los receptores frente a cepas no modificadas más graves. También se hacían vacunas a partir de virus completos que, aunque no causaban la enfermedad por sí mismos, estaban muy relacionados con los virus que la causaban. Pero no se habían elaborado vacunas a partir de la sangre humana, utilizando sólo partes, o "subunidades", de virus humanos. El FCCC solicitó una patente para un método relacionado con este concepto en 1969.

Maurice Hilleman y sus colegas del Instituto Merck para la Investigación terapéutica reconocieron la importancia de la posibilidad de desarrollar un vacuna a partir de partículas, o subunidades, del virus. En 1971, Merck, donde varios científicos trabajaban independientemente en líneas relacionadas, obtuvo una licencia del FCCC y, tras muchos años de investigación y pruebas, desarrollaron una vacuna de subunidades de hepatitis B hechas a partir de HBsAg purificados de la sangre. En 1980, Wolf Szmuness, del Centro de Sangre de Nueva York, y sus colegas de Merck demostraron que la vacuna proporcionaba una protección superior al 90 por ciento frente a la hepatitis B y no tenía efectos secundarios adversos. En 1981 la vacuna derivada del suero estuvo disponible para uso general.

Siguiendo una línea independiente de investigación básica en animales, un grupo de científicos dirigido por Howard Bachrach en el Departamento de Agricultura de EE.UU. informó en 1981 de la primera vacuna de proteínas eficaz para su uso en animales o humanos. Su trabajo dio como resultado la primera vacuna viral de proteínas, contra la fiebre aftosa.

La producción de la vacuna de subunidades para la hepatitis B en grandes cantidades se vio obstaculizada por la necesidad de sangre de portadores de la hepatitis B, al darse cuenta de que dicha sangre podía estar contaminada con otros virus. Sumándose al interés por este problema, William Rutter y sus colegas de la Universidad de California-San Francisco obtuvieron de Merck en 1977 material que contenía el virus. Propusieron desarrollar una vacuna para la hepatitis B preparando partículas de HBsAg mediante tecnología recombinante. Este nuevo proceso garantizaría la ausencia de contaminación de otras fuentes y permitiría la producción de grandes cantidades de la vacuna.

El concepto de producción de una vacuna de esta forma era totalmente nuevo. Tras clonar el virus de la hepatitis B y obtener la secuencia genética del HBsAg, Rutter y sus colegas exploraron una gran variedad de sistemas biológicos distintos en los que producir las partículas utilizando técnicas de recombinación. No tuvieron éxito con las bacterias. Entonces, en 1980 y 1981, Rutter colaboró con Benjamin Hall y sus colegas de la Universidad de Washington, que habían desarrollado un sistema modelo utilizando células de levadura. Rutter y Hall produjeron con éxito partículas puras de HBsAg a partir de células de levadura modificadas genéticamente. Posteriormente, Rutter y sus colegas fundaron Chiron Corporation, en parte para desarrollar la vacuna del HBsAg mediante una relación contractual con Merck y también para desarrollar otros tratamientos médicos utilizando técnicas de recombinación. En Merck, Hilleman utilizó los HBsAg recombinantes derivados de la levadura, en lugar de antígenos derivados de plasma sanguíneo, para elaborar una versión mejorada de la vacuna contra la hepatitis B. Esta vacuna recombinante fue la primera de su tipo para su uso en humanos, y su uso generalizado fue autorizado por la Food and Drug Administration de EE.UU. en 1986, tras nueve años de investigación.

Estudios posteriores han revelado que la hepatitis B se puede transmitir de una persona a otra no sólo a través de la sangre, sino también por contacto sexual o de una madre portadora al recién nacido. Un importante estudio realizado en Taiwan por Palmer Beasley y sus colegas en 1975 demostró que casi dos terceras partes de los niños nacidos de madres positivas para el HBsAg se convertían a su vez en portadores del HBsAg. La vacuna contra la hepatitis B protege a las personas frente a todas las formas de transmisión. Como los recién nacidos y niños infectados con el virus de la hepatitis B tienen un riesgo muy elevado de convertirse en portadores durante toda su vida de la enfermedad, la vacunación universal de la población infantil contra la hepatitis B ha sido adoptada por más de 85 países, entre los que se incluyen los Estados Unidos.

El cáncer de hígado es uno de los cánceres con mayor prevalencia en el mundo y el cáncer más común en algunas partes de Asia. Como generalmente no se detecta hasta que la enfermedad está en un estadio avanzado, el cáncer de hígado suele ser mortal en el año siguiente a su diagnóstico. Más del 60 por ciento de los cánceres de hígado de todo el mundo han sido vinculados a la hepatitis B, y un estudio ha demostrado que los portadores crónicos de la enfermedad tienen una probabilidad 100 veces mayor que los no portadores de morir de cáncer de hígado. Por tanto, la vacuna contra la hepatitis B no sólo puede impedir las muertes por hepatitis B, sino que también resulta prometedora para prevenir de forma sustancial las muertes por cáncer de hígado. Hay estudios que demuestran que los programas de vacunación contra la hepatitis B han hecho que disminuya sustancialmente el número de portadores de hepatitis B en algunas comunidades. Aunque es necesario realizar estudios a más largo plazo, en un estudio realizado en Taiwan durante 10 años se observó que el uso de la vacuna contra la hepatitis B redujo la tasa de portadores del HBsAg en niños de un 10 por ciento a menos del 1 por ciento. Los investigadores prevén que este significativo descenso estará vinculado a una menor incidencia de cáncer de hígado en niños.

Animados por el éxito en la identificación del virus de la hepatitis B, muchos investigadores continuaron las investigaciones con el objetivo de aumentar el conocimiento del virus de la hepatitis A, así como de otros virus sospechosos de provocar hepatitis. En 1973, Stephen M. Feinstone y sus colegas del NIH utilizaron un microscopio electrónico para observar partículas virales en las deposiciones de individuos infectados. Casi al mismo tiempo, Hilleman y sus colegas de Merck definieron y caracterizaron el virus de la hepatitis A que Feinstone había purificado a partir de hígados de monos tití. En 1996, Hilleman y sus colegas habían elaborado una vacuna contra la hepatitis A de virus atenuados (es decir, una vacuna elaborada con virus modificados de tal forma que no pueden causar la enfermedad), cuyo uso general fue autorizado. Los laboratorios SmithKline Beecham desarrollaron otra vacuna contra la hepatitis A.

En 1978, el gastroenterólogo italiano Mario Rizzetto y el virólogo molecular John Gerin, de la Universidad de Georgetown, descubrieron el virus delta, o virus de la hepatitis D. Este extraño virus depende del virus de la hepatitis B para sobrevivir, y en combinación con la hepatitis B provoca una forma mucho más severa de la enfermedad. En 1983, Mikhail Balayan, del Instituto de Poliomielitis y Encefalitis víricas de Moscú, descubrió el virus de la hepatitis E. Al igual que la hepatitis A, la hepatitis E se propaga a través de alimentos y agua contaminados, y aparece normalmente durante epidemias localizadas.

A pesar de los análisis de sangre para la hepatitis B, algunos pacientes seguían desarrollando una hepatitis post-transfusión denominada hepatitis "no A no B". Los científicos sospechaban la existencia de otro u otros virus que se podían transmitir por vía sanguínea y dirigieron su atención al desarrollo de estrategias para, en primer lugar, aislar la hepatitis no A no B y, posteriormente, una prueba para identificarla en la sangre. Tras alcanzar estos logros, tenían la esperanza de poder desarrollar algún día una vacuna recombinante. Pero el agente causante de la hepatitis no A no B demostró ser especialmente elusivo. En 1983, Chiron Corporation comenzó a patrocinar un largo programa de investigación para resolver el rompecabezas, en el que colaboraban Daniel Bradley, del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, y Michael Houghton, George Kuo y Que Lim Choo y sus colegas en Chiron. Bradley, que había estado estudiando a chimpancés infectados con suero humano que contenía el agente o agentes de la hepatitis no A no B, proporcionó suero contaminado de chimpancés a Chiron. En 1989, Michael Houghton y sus colegas marcaron el comienzo de una nueva era en el descubrimiento de agentes infecciosos cuando utilizaron técnicas de biología molecular para clonar el agente causante de la hepatitis C, responsable del 80 ó 90 por ciento de los casos de hepatitis no A no B. Esto supuso una gran hazaña científica, porque el agente desconocido, a diferencia de otros virus de la hepatitis identificados hasta la fecha, no había sido observado, ni había crecido en cultivos, ni tampoco se había definido inmunológicamente. Tras la introducción de pruebas sensibles y eficaces para la detección de la hepatitis C en 1990, el riesgo de hepatitis relacionada con transfusiones se encuentra en una proporción de una por cada 100.000 unidades de transfusión realizadas.

El descubrimiento en los últimos 30 años de estos virus de la hepatitis y los prometedores avances en los análisis de sangre y las vacunas llevan a los investigadores a pensar que la hepatitis viral estará controlada muy pronto y dejará de suponer una amenaza para la salud humana como lo ha sido durante miles de años.

Esta cronología muestra la cadena de investigaciones básicas que condujeron al desarrollo de la vacuna contra la hepatitis B y a las subsiguientes pruebas para detectar otros virus de la hepatitis.

2000 a.C.
Primeras referencias registradas de epidemias de hepatitis.

1947
F. O. MacCallum, utilizando voluntarios humanos, diferencia la hepatitis A, que se propaga a través de alimentos y agua contaminados, de la hepatitis B, que se propaga a través de la sangre.

1963
Baruch Blumberg y Harvey Alter descubren el Aa, el antígeno Australia (posteriormente denominado HBsAg).

1967-1968
Blumberg, Kazuo Okochi, Alfred Prince, Alberto Vierrucci y otros colegas suyos informan de que el Aa está relacionado con el desarrollo de la hepatitis B.

1969
Irving Millman y Blumberg desarrollan un concepto y a través del Fox Chase Cancer Center se les concede una patente para utilizar el Aa para preparar una vacuna contra la hepatitis B.

1970
D. S. Dane descubre partículas enteras del virus de la hepatitis B en muestras de sangre examinadas con un microscopio electrónico.

1972
Se aprueban leyes en Estados Unidos que exigen realizar análisis del HBsAg a la sangre de donantes.

1973-1974
Stephen Feinstone y sus colegas, y Maurice Hilleman y sus colegas descubren y describen el virus de la hepatitis A.

1975
Wolf Szmuness y Hilleman y sus colegas comienzan a realizar ensayos de la vacuna contra la hepatitis B.

1977
Mario Rizzetto y John Gerin descubren la hepatitis D.

1980-1981
Hilleman y sus colegas desarrollan una vacuna realizada con subunidades del virus de la hepatitis B obtenido del suero sanguíneo, que demuestra su eficacia y cuyo uso generalizado se autoriza.

1983
Mikhail Balayan describe el virus de la hepatitis E.

1983-1986
William Rutter y sus colegas desarrollan una vacuna de subunidades del virus de la hepatitis B obtenidas de la levadura, que obtiene la aprobación para su uso.

1989
Daniel Bradley proporciona a Chiron suero de chimpancés con hepatitis no A no B; Michael Houghton y sus colegas descubren un único virus, publican la secuencia genética del agente viral y cambian el nombre por hepatitis C.

1990
Comienzan los análisis de sangre para detectar la hepatitis C.

1996
Se autoriza el uso generalizado de la primera vacuna contra la hepatitis A, elaborada por Merck; se demuestra la eficacia de otra vacuna contra la hepatitis A, desarrollada por SmithKline Beecham.

Este artículo ha sido elaborado por la escritora científica Margie Patlak, con la colaboración de los Drs. Baruch Blumberg, Maurice Hilleman y William Rutter para Beyond Discoveryâ: The Path from Research to Human Benefit [Más allá del descubrimiento: el camino desde la investigación hasta el beneficio humano], un proyecto de la National Academy of Sciences (Academia Nacional de las Ciencias) de Estados Unidos.

La academia, con sede en Washington, es una sociedad de distinguidos eruditos comprometidos con la investigación científica y de ingeniería, dedicada al uso de la ciencia para el bienestar común. Durante más de un siglo, la Academia ha proporcionado asesoramiento científico objetivo e independiente a la nación.

Este artículo ha sido financiado con fondos de las organizaciones Markey Charitable Trust, Pfizer Foundation, Inc., la Academia Nacional de las Ciencias y el Fondo Anual de la Academia Nacional de las Ciencias.

La historia de la hepatitis B, U.S. National Academy of Sciences, nota completa

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